Son diez segundos. La nena, de espaldas a la cámara y con campera rosada, es la única figura inmóvil. Permanece quieta -petrificada- mientras un hombre golpea a una mujer.El se llama Julián Bilbao, ella se llama Natalia Riquelme y la nena (la hija en común, de cinco años) mira una escena que, como ella, no tiene nombre. Una en la que un señor alto se ensaña con alguien que ataja los golpes como puede. La nena, en cambio, no puede nada: ni atajar lo que ve, ni hacer demasiado. Son cinco años contra veintinueve, alto contra bajita, ellas dos (madre e hija) contra todo lo demás. Y si algo sabe el agresor es precisamente eso: que "todo lo demás" está de su lado. Que -en el país donde alguna vez las paredes gritaron "¡Grande, Barreda!", aquí donde muere casi una mujer por día a manos de alguien de su círculo íntimo- tiene todo para seguir haciendo eso que hace. Eso que siempre hizo con Natalia, eso que siguió haciendo a pesar de las casi veinte denuncias, eso que posiblemente vuelva a hacer dentro de tres meses, cuando concluya la orden de alejamiento dictada por una jueza. Así de clara fue la justicia argentina; sólo le pidió resistir por noventa días sus ganas de golpear. A otros ni siquiera se les pidió tanto y los dejaron hacer tranquilos. Las tres acuchilladas de Benavídez (una abuela, una joven, una niña -familiares de la ex pareja del asesino-) y la chica muerta a tiros por su ex novio, en Banfield, no hacen más que confirmar lo que ya todos sabemos: que estamos en temporada de caza de mujeres.
Tres años atrás, la aprobación de la ley 26.485 fue saludada con bombos y platillos. Sin embargo, cosas y palabras han probado ir por carriles bien distintos. Porque si bien la llamada ley "de protección integral" le da a cada matiz del salvajismo contra la mujer una denominación, el fenómeno va en aumento. Tenemos pues la ley, y tenemos la trampa: creer que por algún mecanismo mágico la sola mención de las cosas bastará para empezar a remediarlas. ¿Que algo es mejor que nada? Sin duda. Sobre todo porque, como alguna vez dijo Griselda Gambaro, "el crimen que no se nombra es menos crimen porque la palabra es el primer testigo incómodo". Tenemos ahora pues unas palabras para nombrar el crimen largamente escondido casa adentro, y hasta una ley para decirnos algo más de todo eso.
Siete países de América latina y once estados en México han aprobado leyes que buscan penar la forma más extrema de violencia sexista: el femicidio, otra palabra relativamente nueva para aludir a aquella vieja costumbre de matar a una mujer como el último acto de una cadena de maltrato. En la Argentina, incluso, avanza un proyecto de ley -ya con dictamen en las comisiones de Derecho Penal y Familia, Niñez y Adolescencia- que, a grandes rasgos, propone la cadena perpetua para los femicidas, contempla los llamados "femicidios relacionados" (cuando se asesina a un niño sólo para atormentar a su madre, como en el caso de Benavídez) y propone que la supuesta infidelidad de la víctima no termine beneficiando al asesino.
Con todo, la brecha entre la realidad y la nube de buenas intenciones nunca parece haber sido tan brutal. Porque basta con mirar más allá de la ley y de los proyectos de ley para entender que no vamos bien. Nada bien. Cuando un hecho -cualquier hecho- comienza a repetirse, los medios de comunicación suelen dedicarle una sección especial. Así pasó con la inseguridad, y así pasa hoy con la violencia sexista. Y eso es lo grave: convertida en volanta, vuelta espacio a rellenar con la golpeada o la muerta nuestra de cada día, la violencia de género ha dejado de ser excepción para convertirse en regla. La nueva quemada, la pateada en la calle, la picaneada, son apenas una más en la serie. La última en una lista que no para de crecer y que, valga la aclaración, no es oficial. En la Argentina, de hecho, resulta más relevante llevar un registro de los autos robados que de las mujeres asesinadas, por lo que la principal fuente de datos al respecto es el Observatorio de Femicidios Maricel Zambrano, creado por la ong La casa del encuentro. Se dice allí que en 2010 hubo 260 femicidios, 282 en 2011 y que, en lo que va de 2012, el cuenta cadáveres marca 119. ¿Pocas?¿Muchas? ¿Hay, acaso, una cifra "esperable"? Seguramente, no. Lo único invariable, omnipresente, es la matriz de desigualdad que subyace a todos estos hechos y contribuye a que se repitan. ¿Por qué?
Porque quien desoye una denuncia formulada no una sino ochenta veces, lo que dice en realidad es que esa voz no importa. ("Exagerada, como buena mina")
Porque quien deja salir de prisión al que convirtió a su esposa en una antorcha humana, dice que el crimen no fue tan crimen. ("Los que se pelean, se aman")
Porque quien siente que en el momento de la agresión es más importante registrar eso en un video que auxiliar a la víctima dice (sin decirlo) que se le tiene más fe a una filmación que a la denunciante. Que, como hasta hace no tanto tiempo, mujeres, niños e incapaces vienen a ser más o menos lo mismo. Formas imperfectas de humanidad, menos valiosas y, desde luego, menos confiables.
"Mi marido me pega lo normal", decía hace años una mujer española, dichosa de tener "sólo" un ojo en compota.
"Si una violación es legítima, el cuerpo de la mujer tiene cómo deshacerse de eso", dijo el senador republicano Todd Akin, quien se opone al aborto aún en caso de violación.
"Vos me convertiste en este monstruo", le decía Julián Bilbao a la mujer que solía usar de putchingball.
"Lo hice por venganza. Ella me había abandonado", dijo Juan Carlos Cardozo, el asesino de Benavídez, luego de matar a la madre, la hermana y la hija de su ex.
"Vos no hacés caso. Ese es el problema: que vos no hacés caso", me repetía mi ex suegra, como un mantra.
Hace casi tres siglos, en el Emilio o la educación , Jean Jacques Rousseau reflexionaba sobre varones y mujeres, y anotaba: "Nosotros, sin ellas, subsistiríamos mejor que ellas sin nosotros. Para que posean lo que necesitan en su estado es preciso que se lo demos, que se lo queramos dar, que las reputemos dignas; depende así de nuestros afectos, del precio que pongamos a su mérito. Por ley natural las mujeres, tanto por sí como por sus hijos, están a merced de los hombres, y no es suficiente que sean apreciables; es indispensable que sean amadas".
Las cosas no han cambiado tanto desde entonces. Una minifalda por allá, una doble jornada laboral por acá, sobredosis de discurso igualitario por todos lados y aquí no ha pasado nada. Especialmente porque, a fuerza de persistencia y repetición, los patrones de descalificación y violencia ya son parte de nuestro modo de mirar, pensar, hacer. ¡Guay del nene al que no le guste el fútbol o de la nena que no quiera desfilar y tirar besitos a cámara! Puede incluso que -cediendo a esa tendencia tan humana de contemplar el mundo desde las alturas del propio ombligo- lleguemos a pensar que la condición de la mujer ha mejorado mucho sólo porque no hay cerca quien tenga catorce hijos o haya muerto de parto. De nuevo, apariencia pura.
Que las redes de control sexista se hayan vuelto transparentes no significa que hayan desaparecido; como mucho, se han perfeccionado en el arte del mimetismo. En eso de estar ahí sin que siquiera las veamos, enquistadas en el corazón de cada una de las instituciones a las que recurre una mujer desesperada. Listas para desestimar las denuncias, llamar al agresor y ponerlo sobre aviso, pedir moretones probatorios, testigos, filmaciones. La pila de cadáveres que no para de crecer habla de eso: de su intacta capacidad de matar. Pero también de los peligros del "como si". De creer, por ejemplo, que se está haciendo algo cuando para muchas mujeres la denuncia no es siquiera una opción porque no tienen herramientas para valerse solas, ni adónde ir.
Cuando las políticas integrales son mera enunciación, el personal capacitado sólo figura en los papeles y las partidas presupuestarias nunca son las que se necesitan.. Cuando, en definitiva, lo único que se ha hecho es repetirles a los violentos que pueden seguir adelante. Que no pasa nada. Que nosotros -todos nosotros- somos la niña sumisa con la que soñaba Rosseau. La nena de campera rosada, viendo a los cinco años -y en diez segundos- una muestra del futuro que le tenemos reservado.
© La Nacion.
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