Uno de los aspectos más inquietantes de la recesión sincronizada de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón es cómo en cada semana que pasa se profundiza la debacle en esas potencias. El festival de rebaja de tasas de interés no está poniendo un dique al deterioro creciente de sus sistemas financieros y, en consecuencia, de la economía real. Muy cerca de la tasa cero, las bancas centrales de los países desarrollados están por vaciar el cargador de una de las principales armas que cuenta la economía convencional por el lado de la política monetaria. La Fed y el Banco Central Europeo continuarán con las líneas de financiamiento de corto plazo, pero la reiteración de esas operaciones pierde cada vez más efectividad para recuperar el desquiciado circuito del crédito. Por eso ya se empezó a especular en Wall Street y en las plazas europeas acerca de la necesidad de lanzar una nueva ronda de capitalización de las entidades. Esta incluirá, como en la anterior, la compra de activos incobrables, la adquisición de acciones y la entrega de garantías estatales. Pero nada hace suponer que será suficiente para poner a los bancos de pie para recrear el crédito, que resulta fundamental en economías basadas en un fuerte entramado de deudas. La experiencia traumática con la caída del banco de inversión Lehman Brothers, que aceleró la crisis y terminó de pulverizar el crédito entre entidades y hacia las empresas, convenció a las autoridades de que no pueden dejar quebrar a otra entidad relevante. El salvataje del Citi responde a esa política de supuesta prevención. Esa estrategia, que tiene como objetivo mantener el sistema bancario en funcionamiento, genera a la vez un creciente endeudamiento público para sostenerla. Así, lo que en el cortísimo plazo puede presentarse como un alivio, para ciertos analistas plantea la duda sobre si no se está alimentando una nueva burbuja de deuda pública, con resultado impredecible. Una alternativa frente a esa encrucijada sería el reconocimiento de que el sistema bancario tradicional ha quebrado y que la solución es estatizarlo para recobrar la confianza de los agentes económicos, reestableciendo y orientando el crédito. De todos modos, no es una salida probable –aunque no descartada– teniendo en cuenta que el poder financiero no se rinde y las características del pensamiento económico de los miembros que integran los equipos para enfrentar la crisis de George W. Bush y de su reemplazante, Barack Obama.
En ese panorama internacional incierto, en el terreno local se ha precipitado una sucesión de iniciativas de diversa calidad por parte del Gobierno. Los últimos anuncios apuntan, precisamente, a mantener el crédito y orientarlo hacia determinados sectores. Como no podía ser de otra manera por la propia lógica del negocio y el modelo de regulación del Banco Central, que viene de arrastre de la liberalización de Martínez de Hoz, de 1977, en momentos de turbulencias la banca privada retacea líneas de préstamos a las empresas. Además en los últimos dos meses subió las tasas de créditos más que proporcionalmente al alza de tasas de captación de depósitos. El reciente paquete va en línea con los anunciados en países centrales y también en otros periféricos, como en Brasil, en el rubro automotor. Involucra recursos fiscales para proteger a la oferta con el compromiso de mantener el empleo y, a la vez, alentar la demanda vía créditos.
Como por ahora el principal canal de transmisión de la crisis internacional ha sido el de las expectativas negativas locales, alentadas por relevantes agentes económicos con una vocación autodestructiva que no deja de sorprender, la inicial recepción positiva por parte del sector privado brinda la posibilidad de ampliar el margen de maniobra de la política económica. Ese eventual mayor espacio de confianza debería dar paso a una intervención estatal más audaz y consistente para preservar el nivel de la demanda interna debido a que el consumo (privado y público) tiene una relevancia fundamental en la economía doméstica. Tras ese objetivo, el crédito es una medida necesaria pero claramente insuficiente debido a la escasa profundidad del sistema financiero, a los bajos salarios y a la elevada informalidad.
En las actuales circunstancias está quedando en evidencia que las fuerzas del mercado no evitarán la declinación ni provocarán el repunte. En los países epicentro de la crisis no hay día en que un conglomerado industrial o de servicios no informe sobre la supresión de miles de puestos de trabajo. A nivel local sucederá lo mismo si se opta por descansar en la reacción empresaria como escudo para rechazar las feroces esquirlas de la explosión de Wall Street. Por eso ha sido oportuna la intervención del Ministerio de Trabajo para contener esa corriente de despidos con que amenazaba el empresariado, aunque en el sector bancario esa persuasión no ha sido tan eficaz. En ese contexto, la mayor virtud del último paquete ha sido continuar en la tarea de desmontar la desaprensiva actitud de las grandes empresas, de despedir personal en “forma preventiva” por la crisis externa. Esa reacción hoy convoca al asombro por las políticas que en los últimos años han concientizado y desarrollado los ejecutivos de esos grupos sobre la “responsabilidad social empresaria”.
El círculo vicioso del retroceso es bien conocido por las políticas de ajuste aplicadas durante décadas en el país. Antes, era el Estado con recortes al gasto público el que actuaba como factor recesivo, estrategia que pueden explicar en detalle Domingo Cavallo, Roque Fernández, José Luis Machinea y Ricardo López Murphy, y el numeroso elenco de economistas que los acompañaron en esa experiencia neoliberal y hoy ofrecen su saber para pronosticar catástrofes. Ahora es el sector privado, aconsejado, convencido y deslumbrado por esos frustrados hacedores de políticas fallidas, el que actúa como factor contractivo de la economía.
En esa instancia se presenta la disyuntiva de enfrentar los impactos de la crisis internacional descansando en la recuperación de la confianza de ese sector privado a través de la asistencia con fondos públicos, o, en cambio, asumiendo el Estado el rol dinamizador de la demanda a través de la obra pública, la orientación del crédito con eje en la banca pública, la protección del empleo, la mejora de los ingresos de los jubilados y el compromiso de preservar el salario real de los trabajadores.
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