Que la minería ha dejado su impronta en todos los pueblos de esta región de Catamarca acaso sea noticia para las nuevas generaciones, pero a nadie escapa que esa impronta se muestra en todos los ámbitos, especialmente en la ciudad de Andalgalá.
La cultura y la sociedad local de fines del siglo XIX y comienzos del XX, esta ciudad gozaba de un esplendor social, político, académico y económico que la hacía única en el contexto de sus vecinos y aún de la Capital misma. Todo ello a instancias de la industria minera que no dejaba espacios sin cubrir con mano de obra local, industria que, haciendo honor a la verdad tuvo sus protagonistas hacedores excluyentes como los Lafone Quevedo, los Schickendantz, los Carranza y tantos más que se afincaron en Andalgalá para vivir, reproducirse y algunos hasta morir, según cuentan las lápidas del viejo cementerio de Chaquiago.
Industriales ingleses llegaron a Andalgalá con sus familias y con la mentalidad eurocéntrica que definía su identidad, no tardaron en relacionarse con los naturales y de imponer por la fuerza del uso, costumbres de su tierra natal.
La cuestión cultural
Eran conocidas por aquellos tiempos, las frecuentes tertulias musicales y literarias que se realizaban en la sala de las casonas de las tradicionales familias andalgalenses, que a su vez eran proveedoras de la floreciente industria minera que llevaba el nombre de Andalgalá por todo el mundo y despertaba la curiosidad extranjera para conocer la tierra, la gente, la cultura.
En el Club Social Andalgalá se realizaban conciertos de piano y de orquesta de cámara a las que concurría lo más granado de la sociedad del 1900, cuando el Club Social era un lugar exclusivo para sus socios de distinguida estirpe, no por el hecho de ser ingleses, son por la ilustría que afloraba de sus modales y costumbres.
Mientras eso sucedía en la ciudad, el agro era materia prima para las bodegas en las que se extraían vinos famosos en todo el continente, y los trigales se extendían por varias hectáreas en los distritos Huacho, Malli y Chaquiago sobre todo, dejando la exclusividad de las frutas para los conglomerados de montaña como La Aguada, Chuya y El Potrero, mientras en el seno de la montaña se trabajaba incesantemente para extraer y manufacturar el cobre que luego se laminaba en el establecimiento El Pilciao.
Las damas de alcurnia comenzaron a hacer suya la costumbre de tomar el té a las cinco de la tarde, conciliándolo con el tradicional mate con ruda y cuero, practicado con lenguaje refinado y palabras extraídas de textos ingleses y franceses. Las niñas de la casa, a muy corta edad comenzaban sus estudios de piano, canto, labores exquisitas y las actividades de la escuela Provincial, que luego sería bautizada con el nombre del ilustre Lafone Quevedo en justo y merecido homenaje para salvaguardar su memoria de las fauces del olvido.
Blamey, Tómkimson y tantos más eran visitas obligadas en las soleadas tardes de otoño para tomar el té y comentar los vericuetos de la política europea y los avatares de la Guerra mundial que se avecinaba, relacionándose con los Clerici, Guerra Toranzos, Jorba y otros que especulaban con el precio del cobre andalgalense.
Cuando llegaron los nuevos tiempos, llegaron también algunas leyes que perjudicaron a las economías regionales y todo cambió en Andalgalá que por mucho tiempo más siguió conservando la finura de sus modos y modismos, estampados por los hacedores de la minería moderna en esta parte del Conando que aún no puede despojarse de esa impronta que marcara a las generaciones futuras.
Identidad
Sería bueno que los docentes e investigadores de la historia reciente de nuestro pueblo, se esmeraran un poco más en la difusión de lo que ocurría en nuestra ciudad en esos tiempos de minería y esplendor. Seguramente así, no habría tantos focos en conflictos porque es sabido que los pueblos y las personas, somos consecuencia de nuestro pasado al que hay que conocer para entender la fuerza del presente que subraya la identidad.
Carlos Bize Guerra,
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